Había una vez un
reino encantadoramente pequeño al que no le faltaba ningún detalle
ni tenía nada que envidiar a reinos mucho más grandes.
Nuestro reino tenía su castillo, sus reyes y su príncipe. El castillo se encontraba en lo alto de una colina, desde la cual se divisaba el pueblecito y las tierras que lo rodeaban.
Nuestro reino tenía su castillo, sus reyes y su príncipe. El castillo se encontraba en lo alto de una colina, desde la cual se divisaba el pueblecito y las tierras que lo rodeaban.
Las casitas estaban
construídas con piedras blancas que conseguían de su propia cantera
y daban una luminosidad muy especial a sus calles y plazas. Los
tejados eran de pizarra otorgando al pueblo un aire muy elegante. El
único toque de color era el de las ventanas. Le daban un aspecto muy
alegre al pueblo, ya que cada cual las pintaba del color que le
parecía más apropiado y era imposible encontrar dos casas iguales.
Podía decirse que
la vida en el pueblo y el castillo era muy tranquila y feliz. Sus
habitantes no recuerdan ningún suceso extraordinario que
ensombreciera la paz y la calma en la que vivían. Hasta que un día
al príncipe Marc se le perdió su dragón de peluche. Marc se sentía
terriblemente desgraciado porque su amado dragón no aparecía. Rey y
reina registraron el castillo palmo a palmo sin lograr encontrarlo.
Desde cualquier
rincón del pueblo se oían los llantos desconsolados del pequeño
príncipe y los aldeanos preocupados por la congoja de su príncipe
acudieron a ver qué le ocurría.
Entre todos pusieron todo el reino
patas arriba buscando el dragoncito del príncipe, ya que sin él
Marc era incapaz de tener consuelo, se encontraba muy infeliz. Pero
nada de nada, el dragón no aparecía y la tristeza del príncipe iba
aumentando de manera proporcional a los días transcurridos sin su
dragoncito.
Pasaron días,
semanas, meses y Marc era muy desdichado porque su dragón no
aparecía y su felicidad se había esfumado con él.
El rey y la reina,
desesperados por el sufrimiento de su hijo hicieron el siguiente
bando:
Nuestro príncipe
Marc ha perdido la felicidad, todo aquel que le ayude a encontrarla
será recompensado con cualquier cosa que desee.
Una
vez se propagó el bando desde los alrededores hasta los lugares más
remotos, empezó a acudir mucha gente. La fila para ir a ver al
príncipe Marc era tan larga que daba dos vueltas enteras al pueblo.
Los reyes se mostraban satisfechos ya que seguro que entre tanto
visitante habría alguno que le devolvería la felicidad perdida.
El
primero en presentarse ante la corte fue un panadero que llevaba a
sus dos hijos.
_Os
presento a mis dos hijos, nada me hace más feliz que estar con ellos
y verlos crecer. Me gustaría compartirlos con el príncipe porque
seguro que le proporcionan la felicidad perdida.
Los
hijos del panadero pasaron el día con el príncipe pero no
consiguieron hacerle feliz. El panadero se marchó incrédulo sin
lograr comprender cómo su fuente de felicidad no servía para saciar
la desgracia del príncipe.
La
siguiente en presentarse fue una niña con un gatito.
_Este
es mi gatito Leonardo, me encanta jugar con él, me hace muy feliz.
Estoy convencida que al príncipe Marc también le hará feliz.
El
príncipe estuvo con el gatito, pero tampoco funcionó... no podía
sustituir a su dragoncito.
La
niña marchó desconcertada porque su gatito era lo mejor que tenía
y con él la felicidad la tenía asegurada.
_Os
traigo un plato de moras recién cogidas. Saborear las moras acabadas
de recolectar es lo que más feliz me hace y estoy convencido que al
príncipe también le hará feliz.
El
príncipe comió moras y le encantaron, pero hasta el punto de
sustituir y hacerle olvidar a su amado dragón, no. Así que había
que seguir con la fila.
_Mi
madre tiene una voz muy bonita, soy feliz cuando la escucho cantar.
La
mujer cantó para el príncipe y le gustó mucho, era una canción
muy bella cantada con una voz muy dulce, pero no le producía
felicidad.
El
niño no daba crédito al desconsuelo del príncipe a pesar de oír
cantar a su madre, no entendía cómo no lograba mitigar su tristeza,
ya que para él no había nada mejor en el mundo.
Y
siguieron pasando y mostrando lo que para cada uno era su felicidad:
un día de tormenta, un día soleado, estrenar unos zapatos, bañarse
en el río, conversar con un amigo... nada de lo que a los otros les
proporcionaba felicidad le sirvió a nuestro príncipe.
Cuando ya daban por
perdida la felicidad del pequeño Marc, llegó al pueblo una mujer.
Sus ropas eran muy modestas pero tenía un aspecto muy cuidado. El
rostro de la mujer irradiaba serenidad, tranquilidad, calma. Sus ojos
tenían el brillo concentrado de todas las estrellas y su mirada
tenía una permanente sonrisa. Se presentó ante los reyes.
_¿No traes nada
para el príncipe? _preguntó la reina.
_¿A qué se
refiere, Majestad?
_El objeto o la
persona que te hace feliz, ¿dónde está?
_No poseo nada que
me proporcione felicidad, por eso soy feliz.
_No entiendo...
todos los que han pasado antes han traído algún presente para el
príncipe.
_Mi felicidad no
depende de objetos o personas. La felicidad está en mí, en cada
cosa que hago, en cada amanecer que admiro, en cada persona con la
que hablo, en cada paso que doy... Nada ni nadie tiene el poder de
darme o arrebatarme la felicidad, soy libre y dueña de mi felicidad
porque no está anclada a objetos o personas. Si la felicidad se
encontrara en algo exterior todo el mundo sería feliz con ese ser o elemento, pero no es así ¿verdad? Si me dejan que pase unos días
con el pequeño príncipe, sé que podré ayudarle a ser feliz.
Los reyes que no
tenían mucha fe en ella pero tampoco tenían ninguna opción mejor,
aceptaron la oferta de la mujer.
A la mañana
siguiente, nada más despertarse la joven invitó a Marc a que mirara
por la ventana.
-¿Qué ves?
-Un precioso
amanecer de tonos rosas, naranjas y rojos _dijo el pequeño príncipe.
-Eres muy afortunado
porque puedes ver este amanecer. Disfrútalo.
-Vamos a desayunar
-dijo Marc.
-¡Oh! Que tostadas
tan deliciosas y ¡zumo recién exprimido! Me siento muy agradecida
por poder disfrutar de este momento y compartirlo contigo -dijo la
joven.
Cuando acabaron de
desayunar fueron al bosque. Allí olieron flores, jugaron en el río,
observaron la naturaleza, escucharon el silencio... y cada momento
era mágico y lleno de gratitud por poder vivirlo y disfrutarlo.
Y así fueron
pasando los días... y las semanas... y poco a poco Marc se dio
cuenta que pensar en su dragón no iba a solucionar nada, solo
sentirse triste por algo que él no tenía el poder de cambiar. Era
consciente de que el precio que tenía que pagar por tener su mente
ocupada con el peluche era muy alto ya que se estaba perdiendo las
cosas maravillosas que ocurrían a su alrededor. Así que cada vez
que acudía a su mente la pérdida de su dragoncito, él se centraba
en lo que estaba ocurriendo en ese momento y lo vivía con plenitud.
Fue pasando el
tiempo y su malestar y su angustia fueron disminuyendo... se centraba
más en los demás, dejó de mirarse tanto... y siguió recordando a
su dragón y todos los momentos vividos con él, pero su pensamiento
ya no le causaba angustia y desasosiego... ya no era el centro de sus
pensamientos... empezaba a sentir agradecimiento por el tiempo que lo
había tenido y lo feliz que se había sentido jugando con él.
_¡Marc! ¡ha
aparecido tu dragoncito! estaba...
_Estoy jugando a las
cartas con mi amiga, tan pronto acabe voy a por él.
Marc ya había
aprendido a vivir con plenitud el momento presente y la joven se
despidió de los reyes.
_¿Qué quieres a
cambio de haber logrado que nuestro hijo sea feliz?
_Ya sabéis que no
tengo nada ni nada quiero... mi regalo es haber compartido estos días
con vosotros y haber ayudado a vuestro pequeño hijo. Nada material
podría igualar este sentimiento.
La joven se despidió
del pequeño Marc ¿y creéis que este hecho entristeció a nuestro
pequeño príncipe? Claro que no, Marc se despidió lleno de
felicidad y gratitud por haber podido disfrutar de la compañía y
las enseñanzas de la mujer.
Se dieron un abrazo de esos que logran parar el tiempo y se convierten en eternos y con una una sincera sonrisa en
la mirada se despidieron.
Marola Pina
Marola Pina